Algunos personajes van de un cuento a otro, reaparecen, no es que se desarrollen más, diría que se nos enseña para que sepamos que estamos ante el mismo paisaje humano, en el mismo terreno familiar, que es a la vez indeterminado y concreto. Hay una especie de borrado de elementos que permitan saber dónde estamos, y a la vez, está lleno de guiños pop: telenovelas, tecnocumbia, las canciones de Selena, de Britney Spears y Luz Casal, el astrólogo Walter Mercado y el efecto 2000.
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Así que más o menos sabemos dónde estamos: en un rincón de la mente de la escritora Natalia García Freire, un territorio mítico y singular, que sólo existe cuando se lee después de que se haya escrito y donde convive lo imaginario con las referencias de la infancia.
Si intentamos aplicar la tesis sobre el cuento de Piglia a los relatos de García Freire, la segunda historia no termina de desvelársenos nunca, de modo que el misterio queda sin resolver. Otro de los aciertos del libro está en el tono: los temas pueden resultar de terror (violaciones, secuestros, amores imposibles, muerte, locura), pero el tratamiento los aleja del tremendismo y los lleva al humor o a la plasticidad por la vía del extrañamiento.